Manzana a manzana, la sidra cántabra avanza firme al encuentro con sus míticas vecinas asturiana y guipuzcoana. Queda mucho trecho por recorrer, pero a los de la cofradía de la Sidra no les pierde la prisa. Décadas de sequía productiva enseñan a aguardar el fruto con paciencia. Y a empaparse de los secretos para hacer bien las cosas. Su premio está en saborear unos caldos prensados y corchados con el mayor de los mimos, en un proceso evolutivo que ni siquiera se detiene en la botella.
Una incertidumbre que, como recompensa, volvió más sabios a quienes aceptaron el reto. Añadieron nuevo vocabulario para definir esas sensaciones que procura la sidra en vista, olfato y paladar. Aprendieron a detectar defectos y virtudes. Y, por encima de todo, entendieron que una de las grandezas de esta bebida es que sus propiedades nunca podrán resolverse en una ecuación matemática.
Conceptos como el espalme, esa turbiedad que emerge en el fondo del vaso al escanciar la sidra, y que augura buenas cosas cuanto más lento sea el proceso de aclarado, difícilmente podrán cuantificarse con fórmulas que superen la destreza visual que confiere la experiencia. Lo mismo cabe decir del aguante, que evalúa la perdurabilidad de ese efecto; o del pegue, sensación visual que calibra la finura de las burbujas que dejan su estela en el vaso. Ya en boca se buscarán sensaciones tan previsibles en nuestras sidras como la acidez, el amargo o el cuerpo. Lo relevante aquí es el post-gusto, que a diferencia de otras bebidas, en la sidra se manifiesta pasado casi un minuto y que ayuda a fijar definitivamente la estimación gustativa.
A partir de ahí se pueden ir detectando defectos visuales y gustativos que, como bien subrayó Javier Tazón, no siempre son indicativos de malas nuevas. Sino que, en ocasiones, simplemente corroboran que estamos ante sidras aún pendientes de alcanzar su punto óptimo. Con esa intención se trajo a la cata unas cuantas botellas que apenas llevaban corchadas dos semanas. Tiempo insuficiente para exhibir pujanzas que, sin embargo, el paladar entrenado puede ir anticipando.
Las curiosidades también se deslizaron a un terreno en otros tiempos tabú, como el delescanciado manual o mecánico. Y es que la técnica avanza hasta procurar prototipos que son capaces de reemplazar el característico gesto de “tirado” de la sidra. Solvencia que no disipó la suspicacia de alguno de los asistentes, sólo conforme cuando vio cómo el líquido rompía contra el vaso proyectado desde lo alto a la antigua usanza. Entre trago y trago se aprendió a decodificar la jerga sidrera de los asturianos. Que dicen amante sólo a aquella sidra que les resulta deliciosa. Se apuntó a la producción de mosto de manzana natural como un mercado emergente. Y hasta aprendimos que, en estos asuntos, a los cántabros nos llaman “los japonenes del norte” por ese afán de tomar nota de lo bueno y copiable que se detecta en tierras astures y guipuzcoanas. El broche lo puso Tazón: “Hemos salido sabiendo más de sidra, pero reconociendo al mismo tiempo nuestra ignorancia. El mejor punto de partida posible”.